Hay errores que no se olvidan, no por el daño que causan, sino por lo que revelan.
Hace un par de años, mientras asesorábamos a una empresa del sector tecnológico, ocurrió algo que terminaría convirtiéndose en una de las lecciones más valiosas que hemos presenciado en Konekta2.
Un pasante, recién incorporado al equipo, recibió una tarea aparentemente sencilla: liberar espacio en un servidor. Nadie imaginó que esa pequeña acción pondría en jaque la operación digital completa de la organización.
El joven, queriendo hacer las cosas bien, eliminó lo que creyó que eran archivos duplicados. En realidad, había borrado componentes esenciales de los sitios web que daban soporte a varias unidades de negocio. En cuestión de minutos, todo cayó.
Podría parecer una historia de negligencia. No lo fue. Fue una historia de falta de claridad.
Cuando el problema no es técnico, sino cultural
Cuando llegamos a revisar la situación, lo primero que encontramos fue una estructura digital compleja, llena de dependencias invisibles y documentación desactualizada. Nadie, salvo dos personas, conocía realmente cómo funcionaba el sistema completo.
El pasante había hecho lo que creyó correcto. Y eso fue lo que más nos impactó.
No actuó desde la desidia ni la desobediencia. Actuó desde la ignorancia estructural que se da cuando una organización no comparte su conocimiento de forma clara.
En la empresa no existía un modelo de inducción formal, ni un mapa visual del sistema. Cada quien sabía su parte, pero nadie entendía el todo.
Y ese es un patrón que hemos visto repetirse en muchas organizaciones:
- Se asume que los puestos junior no necesitan contexto.
- Se cree que la claridad se da por sentada.
- Se olvida que incluso la decisión más pequeña puede tener impacto sistémico.
No se trataba de un fallo técnico. Era un fallo de pensamiento.
La claridad como estructura, no como discurso
En Konekta2 tenemos una premisa sencilla: los sistemas funcionan cuando las personas entienden lo que sostienen.
Decidimos trabajar con el cliente desde un enfoque cultural, no solo operativo.
Creamos sesiones que llamamos “Mapa de Conexiones”, donde cada miembro del equipo, desde los directivos hasta los pasantes, podía visualizar cómo su rol encajaba en el sistema completo.
Mostramos dependencias, flujos de decisión y posibles puntos de falla.
Pero sobre todo, hablamos de propósito.
De por qué lo que cada uno hace importa.
No se trataba de enseñar procesos, sino de enseñar pensamiento.
De formar una cultura donde cada decisión pase primero por la pregunta:
“¿Qué puede pasar si hago esto?”
El cambio que comenzó con un error
El incidente tuvo un costo operativo, sí, pero el aprendizaje fue invaluable.
A partir de ese momento, la empresa comenzó a documentar todo: procesos, accesos, dependencias, protocolos de respaldo y control.
Se implementaron entornos de pruebas antes de ejecutar cambios.
Y el pasante, aquel que presionó el clic que desató todo, se convirtió en responsable del programa de documentación digital.
Ese mismo joven es hoy quien capacita a nuevos miembros del equipo en la importancia de comprender el sistema antes de actuar.
No hubo castigo.
Hubo conciencia.
Porque en las empresas inteligentes, el error no se tapa: se transforma en conocimiento compartido.
Lo que realmente aprendimos
A veces creemos que la claridad es un lujo, algo que se obtiene cuando hay tiempo.
Pero la claridad no es un lujo: es el cimiento de toda organización que aspira a perdurar.
En un entorno interconectado, cada decisión individual tiene consecuencias colectivas.
No existen cargos menores.
Solo responsabilidades mal comprendidas.
El clic del pasante nos recordó algo que hoy forma parte del ADN de Konekta2:
La claridad no se impone, se enseña.
Y cuando una empresa logra que todos comprendan el propósito detrás de cada tarea, deja de operar por instrucciones y comienza a pensar por sí misma.
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